Basta de mentirnos porque somos capaces de creernos cualquier cosa
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Basta de mentirnos porque somos capaces de creernos cualquier cosa #
Hay cientos, miles, millones de enigmas en nuestra vida y todos nos llaman, en mayor o menor medida, la atención pero indefectiblemente todos nos hacen encender la chispa de la curiosidad. Atravesados por la aterradora sensación de no saber mezclada con la liviandad del querer saberlo todo de forma instantánea () y presos de nuestras creencias más profundas y viscerales es que nos entregamos a la tarea de comprender hasta lo incomprensible, de acabar esa sensación de que si no comprendemos cada parte puede irnos muy mal, mezclada con la idea de que si realmente lo comprendemos puede irnos peor, puede corromper nuestras más sólidas convicciones y reducirnos a las cenizas de lo que una vez fuimos (además de perdernos de todo lo que siempre quisimos ser).
Puede ser una visión un tanto apocalíptica de lo que nos toca vivir, lo comprendo, pero lo que si es cierto es que en mayor o menor medida y con distintos grados de pasión a todos nos ocurre lo mismo. Por eso cuando estamos frente a uno de estos dilemas y vemos toda una gama de explicaciones es común que nuestra parte elegir la que más se nos acerca a nuestras creencias, la que nos cause menos dolor, la más simple, sin mediar otra lógica que la conveniencia propia.
No nos dejemos engañar por hipótesis que requieren todo un mundo de conspiración, magia u otros artilugios que no pueden demostrarse sino con la aceptación incondicional de nuestra parte de que la verdad se encuentra sólo ahí justo donde la queríamos. Basémonos en premisas conocidas, hechos comprobables, mediciones, experimentos y todo tipo de artefacto que nos permita, a nosotros mismos, poder verificar las explicaciones que nos fueron dadas y también sacar las nuestras. Si existe una explicación más simple y fácilmente realizable y/o comprobable en contraste a una más complicada y fantasiosa, por qué creer la segunda. En todo caso no desechemos ninguna y avancemos con ambas para ver quién nos da respuestas más certeras y cuál nos permite realizar predicciones más acertadas sobre casos similares.
Para una muestra de esto denle una mirada de los primeros 15 minutos de este documental del donde se creía, erróneamente, que un piloto había desaparecido misteriosamente luego de la persecución de un OVNI. Nada mejor, en este caso, que la desclasificación de documentos para mostrar que nada había sido más alejado de la realidad. Lo peor de esto es que si buscamos en Internet por este caso hay una miríada de sites que cuentan la mitad de la historia y prefirieron quedarse con la mitad que les conviene.
Para ser honesto también debo decir que aunque existe la posibilidad que hay un poder sobrenatural, omnipresente e ilimitado que de forma a todo lo que conocemos no encaja con todo lo que hemos vivido hasta ahora y no explica un montón de cosas. Explicarlo con axiomas de fe, verdades reveladas y demás definiciones autodefinidas tampoco ayuda mucho que digamos.
Me permito transcribir la parte final de un post de Martín Caparrós que, si bien es muy dura, me identifica :
Es muy difícil vivir sin creer. La historia de la humanidad es el relato de los relatos que los hombres inventaron para escapar del horror del vacío, para no resignarse a que las cosas suceden porque sí y que la muerte es el fin de cada vida y que no hay un orden superior. Así que lo imaginaron: dioses, docenas de dioses, miles de dioses, toneladas de dioses que poblaron milenios, y que consiguieron –y todavía consiguen– que los hombres se maten para probar que su mito que les asegura que la muerte no es tan negra es mejor que el mito que le asegura al vecino tres cuartos de lo mismo. Es muy difícil vivir sin creer: aceptar que no hay nada más que lo que hay, que todo se termina, que si el tío agoniza no es porque pecó de más o el señor se lo quiere llevar a su jardín con huríes o cuando era zarigüeya se comió a una vaca, sino porque unas células se confundieron y se descontrolaron. Es muy difícil vivir sin creer: un esfuerzo sostenido, a veces triste. A los que no conseguimos creer en inventos sobrenaturales, la política nos ofreció un remedo: creer en la posibilidad de cambiar radicalmente el mundo. Yo creí en ella –y, de otro modo, que intento hacer menos religioso, creo todavía. Aprendimos a creer, crecimos creyendo. Se nos hizo muy difícil no creer, pero pareció que no teníamos más remedio: la Argentina es muy buena para acabar con ilusiones y esperanzas. Hasta que el kirchnerismo, de un modo imperfecto, casi torpe, volvió a ofrecer la posibilidad. Lo dicho: no era una de esas creencias redonditas, llenas de rulos y sofisticaciones, bien completa; parecía un queso gruyère. Pero si se puede creer que una mujer virgen parió a un chico dios que resucitó a unos muertos y caminó sobre el agua o que la montaña de allá arriba te habla con voz de trueno para decirte que vayas a la guerra, también se puede creer que un par de abogados usureros que gobernaron autócratas y codiciosos una provincia lejana podían cambiar la sociedad argentina. Uno de los poderes mayores de la creencia es imponerse a la verosimilitud: lo creyeron. Una cantidad de señoras y señores que pensaron que ya nunca más podrían, de pronto, descubrieron que, si hacían un esfuercito, podían otra vez. ¿Cómo esquivar la tentación? ¿Cómo no cerrar los ojos de tanto en tanto si era el precio de la felicidad? ¿Cómo no aceptar que algunos hechos no se parecían ni de lejos a los dichos pero ya va a llegar, en eso estamos? ¿Cómo no convencerse entonces de que quien dice la obviedad –que el rey está desnudo, que el mundo no fue creado por un dios hace 6017 años, 2 meses y 25 días– es un perro infiel, un enemigo? Es lindo vivir creyendo. Uno se siente parte de algo, siente que su vida vale la pena, siente que tiene por fin un fin que comparte con tantos: que todo cobra algún sentido. Es lindo, también, ser alguien en la comunidad de los creyentes: que te respeten, que te mimen, que te inviten al templo; que te permitan, a veces, oficiar ceremonias; que te escuchen, incluso, los más altos dignatarios y que, de vez en cuando, hagan como que hacen algo que les dijiste. No hay nada más lindo que creer –aunque no te paguen, aunque no te amenacen: nada ha justificado más barbaridades que una buena creencia. Porque no hay nada más lindo que creer –aunque, para eso, haya que cerrar muy fuerte los ojos y gritar amén más fuerte todavía.